Isinohana de Lezao
Isinohana de Lezao
Paco San Miguel
El único lugar en que al niño le resulta concebible la construcción de sus sueños -comenzando por el sueño de no dejar de ser niño- tiene su emplazamiento en una región nebulosa donde lo real y lo ideal son en esencia inseparables. En esta comarca inefable, el vuelo vertiginoso de la imaginación se funde con la lentitud primordial de la tierra.
Suprema lentitud cuyo aliento pulveriza las montañas y convierte en diamante el carbón; aviva el fuego sagrado de las profundidades y surca los espacios en forma de cometa.
Al atisbar esa dimensión prodigiosa –consciente apenas de su responsabilidad como hacedor de proyectos-, el niño se interroga por primera vez acerca de la distancia que le separa del umbral de su sueño. Ningún indicio le ha persuadido aún de que la piedra de toque de su destino- la verdadera meta- es el propio camino.
Cuando el aparejador de sueño –el niño arquitecto- aprende a dominar la materia, el armazón decisivo, se halla en condiciones de excavar un albergue en la nada, un palacio en el vacío, una morada en el corazón del desierto.
Su tarea –en ese desierto- consistirá sólo en encontrar comida, en encontrar bebida, sino en extraer de sus senos un puñado de piedras preciosas.
El cielo sobre el anfiteatro de adoquines -traídos de la antigua estación-, parece tallado de la misma sustancia que trama los destinos.
La rueda del tiempo se desliza entre las nubes como una escalera de naipes.
Estar en las nubes aquí, es pisar la tierra.
En la fachada se incrustan piezas de mármol, pedazos de alabastro. Las ventanas del salón enmarcan en cuadros el paisaje.
Sobre el fogón reposa a todas horas una tisana de hierbas.
Robustas traviesas de madera conducen hacia un desván salpicado de claraboyas y baúles.
En el ala occidental del doble octógono –reservada al taller- se respira un equilibrio cambiante, hecho de señales jeroglíficas, de indicadores de camino, de cartas sin descubrir.
Al otro lado de las paredes de cristal –en sintonía con las cadencias del arroyo- las esquilas de los caballos salvajes interpretan una melodía ensimismada.
No hay necesidad de veleta en los tejados, porque aquí la dirección del viento apunta siempre hacia un lugar interior: ese dominio donde cobran sentido las palabras, donde yacen las formas primordiales, donde descansa el eje de rotación de la vida.
Vivir en Isinohana de Lezao, invita – obliga, más bien- a sumergirse en el estudio de uno mismo. A ejercitarse en el habla del silencio.
Sin querer, el artista acaba pareciéndose a un monje. Un monje –es decir-, alguien que ha dejado de preguntarse inútilmente por todo aquello que sea ajeno a ésta cuestión: como unir –sin solución de continuidad y para siempre- La imaginación creadora y la vida de diario, la fuerza de la inspiración y el esfuerzo del trabajo, la aventura espiritual y el asombro cotidiano. Qué hacer para que la existencia no deje de seguir constituyendo un enigma.
El pan y el patxaran son hechos en casa. La leña procede del bosque. Los huevos de las hermosas gallinas negras que deambulan hasta el atardecer entre las esculturas. A través de las volutas de niebla, se filtran teselas de colores, fragmentos de una vidriera espectral: En los alrededores del dolmen embrujado la pureza del aire es mareante. Sobre la nieve reciente, resplandecen las caléndulas.
Tropezar dos veces en la misma piedra, es quizás la única manera de que la piedra florezca. La única manera, incluso, de que nonos sepulte la próxima vez bajo su peso.
Confieso –atrevido escultor- que tus piezas de intemperie, la más fascinante de todas es la cabaña para las gallinas. Y de tus piezas interiores, la infusión de manzanilla, hierba luisa y regaliz.
Y te recuerdo –devoto escultor- que hay una pila de bloques en el cobertizo. Te espera trabajando para una temporada.
Ten calma. Ten paciencia – repite a ti mismo- Tienes todo el tiempo del mundo.
Cultiva, entre tus plantas, la humildad.
Cuando llegues a viejo, serás rico.
Textos: José Luis Gallero
Fotos: Kepa Ruiz de Eguino
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